miércoles, 1 de septiembre de 2010

Pescuecitos de pollo


Me gustan mucho los pescuecitos de pollo dorados. Normalmente los devoro con salsa, aunque ahora me ha dado por agregarles también pimienta. Noto que últimamente me gusta mucho la pimienta, claro que acompañada de la sal. Ahora entiendo porque se habla de la sal y pimienta, pues uno es el complemento del otro como lo son la escoba y el trapeador o el tenedor y el cuchillo.

Cada vez que como pescuecitos de pollo dorados me remontó a mi infancia, aquella niñez tan pobre que viví y en la que lo más semejante a la carne eran precisamente los pescuecitos de pollo que mis primos y yo mordisqueábamos con gran apetito a tal grado de que hasta pedazos del hueso nos comíamos. Éramos pobres y si nos tocaban siete pescuecitos eran muchos, y por eso teníamos que sacarle toda la carnosidad al hueso, a tal grado que no dejábamos nada ni para el perro.

En aquel entonces vivía con mi madre y mi hermano mayor, en una casa de la colonia Victoria que compartíamos con una de mis tías y mis tres primas más otro primo. Todos hacinados en una vivienda de dos cuartos y una cocina con piso de tierra.

Los pescuecitos, al igual que toda la comida, la cocinábamos en una vieja parrilla de dos quemadores que funcionaba a base de petróleo. En aquel entonces se vendía el petróleo en las tiendas de las esquinas y tenía que llevar uno sus garrafas para que se las llenaran a razón de un peso el litro.

Mi tía, quien era la encargada de hacer las compras, aparte de cuidarnos, pues mi madre era la que arrimaba el dinero a la casa, trabajando desde muy temprana hora hasta altas horas de la noche, por lo que comunmente yo despertaba y ya no la encontraba y me dormía sin que hubiese llegado, y para la mañana siguiente volvía a pasar lo mismo a tal grado que llegue a estar hasta tres días sin verla, compraba un kilo de pescuezos de pollo, pues era lo más barato del ave.

Y lo comíamos una vez a la semana, acompañada de un galón de agua de la llave que se ponía en medio de la mesa y se servía en viejos vasos descoloridos de tanto uso.
Por eso cada vez que como pescuecitos de pollo me acuerdo mucho de mi infancia. Aquella infancia que aunque pobre, la viví feliz.

Y hoy en estos tiempos en que las tiendas de las esquinas ya no venden petróleo, y de hechos muchas han sido suplantadas por las de la cadena Oxxo; en tiempos en que mi tía y mis primos viven en San Antonio, Texas, con un mejor modo de vida, lo que de verdad me da mucho gusto; en tiempos en que ya todo se cocina en hornos microondas y de las parrillas de dos quemadores solo ha quedado el recuerdo; en tiempos en que gracias a Dios mi madre sigue viviendo y la veo casi a diario, y sobre todo en tiempos en que nuevamente gracias al Todopoderoso los tiempos de pobreza han quedado atrás gracias al esfuerzo diario del trabajo que me permite cuando menos darle a mis hijos carne una vez al día y toman refrescos de cola, que tanto daño hacen, y del agua de la llave no quieren saber nada dizque porque les provoca náuseas, yo sigo comiendo mis pescuecitos de pollo.
Los como porque me gustan, pero reitero que también los como porque me gusta revivir mi infancia y acordarme de lo pobre que fui, y así evitar caer en la presunción de lo que he en mi vida he logrado, y que no fuera posible si Dios no me hubiera ayudado.
Todos tenemos derecho a superarnos en la vida, a ser mejores, a tener lo que siempre quisimos, y sobre todo a darles a nuestros hijos lo que nosotros anhelábamos y no tuvimos.

Pero nunca debemos jactarnos ni regodearnos de nuestros logros, porque caemos en la arrogancia. Siempre es bueno recordar de donde viene uno, porque nuestro pasado mucha gente lo conoce, y es mejor que digan “mira como fulanito pudo salir adelante en la vida”, que decir “yo he logrado todo porque la supe hacer”.

Esto lo comento por aquellas personas que presumen lo obtenido en la vida, sin siquiera agradecer a Dios el que los haya ayudado a superarse.

Hay quienes hoy en día comen carne en lujosos restaurantes y se olvidan que de niños comían pescuecitos de pollo, porque no había más que comer.

Y cuando van al supermercado y los ven en los congeladores hasta les hacen el fuchi y manifiestan sentir un asco por tales menudencias, sin saber que más asco dan ellos al no querer reconocer de donde vienen.